Agricultura egipcia |
Desde la Época de la Piedra, la agricultura ha pasado por diferentes etapas de desenvolvimiento y, aunque industria primaria, continúa siendo la principal fuente de abastecimiento de productos alimenticios. La necesidad de incrementar la productividad del suelo por modernos métodos científicos presenta al agricultor complejos problemas que difícilmente podría resolver solo.
Casi podría asegurarse que la agricultura es tan vieja como la humanidad. Ya en la Biblia (Génesis, III, 23) se dice que Jehová sacó a Adán del huerto del Edén "para que labrase la tierra de que fue tomado", y aunque esto tal vez pueda interpretarse en un sentido puramente simbólico, evidencia la antigüedad de las actividades agrícolas del hombre.
Porque la vieja hipótesis de que el desarrollo de los pueblos primitivos se realizó a través de tres etapas fundamentales (primero, pueblos cazadores; después, pueblos pastores, y, por último, pueblos agricultores) comienza a ser desechada, en atención a que no es concebible que los primeros seres humanos se alimentaran exclusivamente de carne.
Más acertado parece pensar que, si bien los hombres primitivos, como omnívoros, comían todo aquello que buenamente podían conseguir, sus primeros alimentos debieron provenir de frutos silvestres, raíces, tallos tiernos y hojas carnosas de ciertos vegetales. Un palo aguzado debió servirles para escarbar la tierra, y ese fue sin duda el primer instrumento agrícola. La labor de recolección estaba encomendada a las mujeres y a los niños; los hombres eran cazadores y pescadores. Se aprendió, por tanto, antes a recolectar que a sembrar. Y, lógicamente, el primer agricultor fue una mujer.
Dos herramientas primitivas de agricultura |
Lo importante es que la agricultura era ya conocida por los primeros pueblos prehistóricos de que hay noticia. Pero durante muchos años -¡muchos millares de años!- el palo puntiagudo fue la única herramienta con que se hicieron las labores agrícolas. Después, se perfeccionó algo, haciéndolo más pesado mediante la fijación en su centro de un contrapeso de piedra, que permitía una penetración mayor en la tierra, con un esfuerzo menor. No tardó en inventarse una tosca azada, consistente en una pieza cortante de piedra, atada al extremo de un palo.
(1) Setep, encontrado en el templo funerario de Hatshepsut, Metropolitan Museum; (2) Azada, también del templo funerario de Hatshepsut, y (3) cuchillo pesesh-kef (réplica). Las pinturas halladas en las tumbas y otros testimonios antiguos muestran todos los detalles de la agricultura en los remotos tiempos de Egipto. Después de roturada la tierra -con bueyes uncidos a un tosco arado de madera-, los terrones se rompían con una azada, como la que se ve aquí. En esos tiempos, la azada se formaba simplemente con dos estacas, la una embutida en la otra.
El siguiente paso fue la invención del arado. En algunos yacimientos del Neolítico se han encontrado herramientas de piedra, que se supone son arados rudimentarios. En los libros sagrados de China se atribuye su invención al emperador Chin-Noung, unos 3.200 años antes de C. Pero, por aquellos tiempos, poco más o menos, ya era conocido de los egipcios. Los griegos atribuían la invención del arado y de la agricultura a Triptolemo, a quien la diosa Ceres dio el encargo de enseñar a los hombres a cultivar la tierra. Los sumerios, los israelitas, los cartagineses, los etruscos y otros muchos pueblos de la antigüedad conocían ya el arado.
Agricultores del Neolítico |
Poco a poco, la agricultura fue cobrando importancia. En Palestina, en Mesopotamia, en Persia, en Grecia, en Cartago y en Roma fueron muchos los escritores que se ocuparon no sólo de cantar elogios a la agricultura, sino también de difundir las mejores normas para el más efectivo aprovechamiento del suelo. Magón, un cartaginés del siglo VI antes de C., escribió cuarenta libros sobre este tema, y su obra fue traducida al griego y, más tarde, al latín, por orden del Senado romano.
Ejemplar de un arado romano |
Hoy, el mundo vive de la agricultura. Ella lo alimenta, lo viste y le proporciona la mayor parte de las cosas que necesita. Y hasta tal punto es así, que alguien ha hecho la dramática observación de que, si de repente se suspendieran todas las actividades agrícolas, la humanidad entera perecería de hambre en tres meses.
La sombría Edad Media
La Edad Media, que siguió a la caída del imperio romano, fue un período triste para los agricultores... y también para los que no lo eran. Las clases poderosas sólo hallaban distracción en la caza o en la guerra. La primera exigía grandes extensiones de tierra sin cultivar, para no ahuyentar a los animales cuya persecución constituía el deporte favorito del señor. La segunda implicaba no sólo constantes devastaciones y destrucción de cosechas, sino también que los brazos más viriles tuvieran que empuñar la lanza o la espada, para tomar parte en absurdas luchas entre señores vecinos, abandonando el arado y dejando los campos yermos.
Los plebeyos de la Edad Media (los siervos, los campesinos, los menestrales) llevaban una vida mísera y penosa. Sólo los nobles, los señores, vivían bien. Naturalmente, la gente del pueblo no podía ir a la escuela; no convenía a aquéllos, tampoco, que fuera. Eso era un lujo y podía ser un peligro. Los niños tenían que ganarse la vida desde los siete u ocho años de edad. Nadie se ocupaba de enseñar a los agricultores métodos nuevos de cultivo. Se seguía usando el arado romano. Y las tierras, cada vez más empobrecidas, daban cosechas raquíticas que apenas bastaban para pagar los impuestos y gabelas, a pesar de que los pobres campesinos trabajaban desde el alba hasta bien entrada la noche, catorce o dieciséis horas diarias, y a veces más. Y había hambre, miseria y desesperación.
Había, sin embargo, excepciones en ese cuadro desolador. Los moros, que ocupaban buena parte de España desde principios del siglo VIII, eran excelentes agricultores. Y algunos monjes, cuyos monasterios poseían extensas tierras de donaciones o feudos, las cultivaron en forma inteligente, y de ellos aprendieron algo los agricultores vecinos. Tanto los moros como los monjes mantenían relaciones con gente que vivía fuera del país, y hacían intercambio de semillas y de experiencias. Así, trajeron plantas de Asia y de África, para enriquecer la flora europea, y mejoraron los sistemas de cultivo en uso.
En el curso del siglo XVI, a medida que se definían y vigorizaban las nacionalidades e iba desapareciendo el feudalismo medieval, la agricultura fue poco a poco floreciendo en Europa. El descubrimiento de América significó muchas nuevas especies vegetales, que ofrecían interesantes perspectivas para su cultivo en el Viejo Continente. Una de ellas, la papa, salvó, más de una vez, de morir de hambre a naciones enteras. Sin embargo, hasta muy avanzado el siglo XVIII no empezaron a introducirse adelantos notables en el dominio de la agricultura. Los campos seguían cultivándose casi igual que como se hacía quince o veinte siglo antes.
En el siglo XIX se inicia una verdadera carrera en el progreso de la agricultura. Y el mérito principal corresponde, sin duda, al continente americano. Las inmensas superficies del Nuevo Mundo no podían cultivarse con los mismos limitados métodos de las reducidas parcelas de Europa. Al abrirse a la civilización las ricas tierras del centro de los Estados Unidos, los sistemas anticuados cedieron su paso a ideas más modernas. Era poca gente y mucha tierra: había que construir máquinas que hicieran ese trabajo.
Hoy, un agricultor, usando los aparatos y métodos modernos, puede cultivar 300 hectáreas, con el mismo esfuerzo con que hace poco más de un siglo habría podido cultivar apenas veinte, y con menos esfuerzos que el que un labrador primitivo habría necesitado para cultivar media hectárea. Esto significa menor necesidad de brazos en los campos, y los hombres han podido desplazarse a la ciudad a atender las crecientes demandas de la industria, lo que representa más productos manufacturados y más alimentos al alcance de todo el mundo; es decir, mayor bienestar.